Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 3: ‘El Chapo’ y el presidio de Islas Marías
Piedra, Papel, Sidecar. Capítulo 2: El presidente de los presidentes
Tras dejar atrás Piedras Negras, nos adentramos en el desierto mexicano para dirigimos a la ciudad de Monclova. Aquellos serían los primeros kilómetros con las suspensiones levantadas y el asiento de piel de borrego. Reconozco que ese día me sentí como un aventurero de los años 80. Algo así como un niño tras ver “En busca del arca perdida”. Con la visera bajada y centrándome en la carretera, empecé a pensar que viajando en moto casi nunca me sentía vulnerable. Es más, con el paso del tiempo, relacionaba las motos con conceptos como amistad, compañía, confianza e incluso seguridad, todos más propios de los humanos. Ahora con el sidecar, tras casi tres meses de viaje, tenía esa misma sensación. Si, por ejemplo, tenía que encontrar un lugar escondido que no aparecía en el navegador o nos estábamos moviendo por una carretera en mal estado, me sorprendía diciendo en voz alta: “Tranquilo, el sidecar nos llevará. Déjale hacer. No te preocupes. Él cuida de los tres. Los neumáticos y las suspensiones harán el trabajo más duro. Tú solo trata de mantenerlo en su sitio.”
A Liliana y a mí nos gustaba tener el sidecar cerca cuando parábamos a tomar café en los bares de carretera, y no era porque tuviésemos miedo a que nos robasen, sino más bien porque sentíamos que formábamos parte de un mismo equipo. Estábamos felices de que fuera nuestro. Éramos como dos niños en una misma bicicleta y en permanente cuesta abajo. De hecho, nos resultaba tan romántico y divertido que a menudo nos preguntábamos por qué tan poca gente viajaba como nosotros.
Llegada a Monclova
En la ciudad de Monclova nos esperaba Ezequiel “El Muletas”. Nos invitó a ocupar la casa de su abuela que estaba unos días fuera de la ciudad, pero el lugar nos pareció demasiado incómodo para quedarnos a trabajar con los ordenadores. Ezequiel insistió en pagarnos una noche de hotel. La hospitalidad mejicana no tiene igual. Esa noche salimos con un grupo de motoristas y durante la cena empezamos a hablar del miedo a moverse por México. Escuchamos todo tipo de barbaridades. Hablamos incluso del miedo a viajar a otros países, hasta que uno de los motoristas dijo una frase que no olvidaré:
-Mira Ricardo, el miedo que tienen los colombianos a venir a México es el mismo que tenemos los mejicanos de ir a Colombia. -Después añadió-. Todos pensamos que en otros países vamos a ser asaltados en cualquier momento. Escuchad a la gente local. Sed prudentes a la hora de moveros de noche. Tú ya has viajado mucho y ya sabes que lo mejor es guiarse por la intuición. Sí, aquí hay grupos de narcos que controlan zonas determinadas y a veces son atacados por otros grupos. Cuando eso pasa, se lían a tiros entre ellos. Aquí eso se llama balaceras y mejor que no te pille en medio porque disparan a todo lo que se mueve.
-Había pensado en conseguir alguna carta de recomendación de algún cuerpo de policía y llevarla conmigo por si me paran en algún control -dije.
-De eso nada. Olvida esa idea cuanto antes. La policía a menudo es parte del problema y no siempre son buenos. Si leen alguna carta significa que te estás posicionando y eso a ti no te interesa. Quédate tranquilo, a los motoristas no nos paran. No les interesamos. Ellos están centrados en defender sus territorios y mantener sus negocios -dijo el más veterano.
-Hasta la fecha, nos hemos ido moviendo siguiendo los consejos de otros motoristas. Nos han incluido en cinco grupos de WhatsApp y gracias a eso estamos al corriente de las zonas más inestables -dije.
-Vais muy bien. Sed discretos. Aunque con ese sidecar amarillo no pasáis precisamente desapercibidos. -Y todos acabamos riendo.
De Monclova a la Mina de Ojuela
Tras unos días en Monclova, llegamos a un pueblecito llamado Cuatro Ciénagas, donde también fuimos recibidos por las autoridades. Pagaron nuestro alojamiento, nos invitaron a cenar y nos adjudicaron un guía que se ocupó de llevarnos a los lugares más emblemáticos. Entre otras cosas pudimos ver la llamada “Poza Azul”. Se trata de un pequeño lago de aguas cristalinas y fondo de color azul turquesa al que, según decían, no se le dio excesiva importancia hasta que fue visitado por un equipo del National Geographic. Al parecer, los científicos norteamericanos dedujeron que, en este punto del desierto de Coahuila, se encuentra la primera evidencia fósil de cómo empezó la vida en nuestro planeta. Sin duda una visita muy interesante.
En la ciudad de Torreón nos esperaron para una visita a una fábrica de vitrales de más de cien años de antigüedad. Nos contaron cómo elaboraban los mosaicos a mano mediante técnicas que habían inventados los fundadores del negocio. También nos llevaron a ver una antigua mina de oro, convertida ahora en atracción turística. Se trata de la mina de Ojuela, donde pudimos pasear sin guía por sus oscuras galerías y movernos entre las ruinas de las casas de los obreros. En el pueblo de Ojuela, llegaron a vivir más de 5000 personas. Para llegar a la mina hay que pasar por un vertiginoso puente colgante de 318 metros de largo y que cruza un barranco de casi 100 metros de profundidad, con travesaños de madera no siempre en buen estado y que ponen a prueba el vértigo de quienes quieran acceder a los túneles.
Durango y el Paseo del Viejo Oeste
Llegamos a la ciudad de Durango de noche, justo lo que no queríamos. Allí nos recibieron Hiram y Diana, los propietarios de parte del “Paseo del Viejo Oeste”, un parque temático que también sirve de escenario de películas. Las instalaciones están en impecable estado y las familias vienen a pasar todo el día. De hecho, aquí se han rodado películas como: Odio en las praderas, de Sidney Potier y La máscara de El Zorro. Pero, para los verdaderos aficionados al cine, lo más interesante está a solo unos kilómetros. Allí se encuentra el pueblo de San Vicente de Chupaderos, donde se rodaron auténticos westerns que se acabarían convirtiendo en clásicos. Cuando lo visitamos nos quedamos tristes, pues literalmente se está desmoronando. Las fachadas de atrezo ya están casi completamente derruidas. En los edificios que en su día fueron el Salón, El Hotel o el Banco donde los actores protagonizaban peleas o atracos, ahora vivían familias y habían instalado sus humildes colmados. En medio de la plaza principal todavía sigue en pie la horca, detrás la iglesia y de fondo las montañas donde se rodaron emboscadas y tiroteos. Aquí se batieron en duelo actores como Charlton Heston, Antony Queen, Sean Connery, John Cusack, Denzel Washington, Kevin Costner, Paul Newman o Martin Sheen.
Hiram tenía un auténtico rancho donde nos quedamos durante casi una semana. Allí criaban caballos y ponis, pero, sobre todo, gallos de pelea. Nos invitó a una velada. Liliana prefirió no ir, pero yo acepté. Quería vivir en primera fila esa experiencia. No había venido a juzgar a Hiram o a los que se dedicaban a ese negocio, tan solo quería verlo. No me arrepiento de haber ido, pero prefiero no describir lo que vi, simplemente no me gustó.
El pre encuentro con el ‘Chapo’ Guzmán
El día antes de dejar a Hiram y su familia, salimos a ver la ciudad de Durango. A los pocos kilómetros, Liliana me hizo parar por un nuevo ruido en la moto. Me detuve en la cuneta. Bajé de la moto y empecé a buscar, cuando de reojo vi una ranchera de color negro que daba la vuelta para venir a nuestro lado. Tenía los cristales tintados. Todo fue tan rápido que ni me dio tiempo de imaginarme lo peor. Liliana estaba blanca. Se abrieron las puertas y bajó un matrimonio y una chica adolescente.
– ¡Ricardo y Liliana! -dijo el que parecía ser el cabeza de familia -. Les hemos visto en televisión. ¡Qué coincidencia! -Se nos acercaron, nos abrazaron y nos hicimos fotos mientras se ofrecían a ayudarnos en lo que fuera necesario.
-Bueno -dije-, el caso es que necesito dar con Marco de La O, el actor principal de la serie ‘El Chapo’. Tal vez en su familia hay alguien que se dedica al teatro o al cine y nos pueda ayudar a encontrarnos con él -. Aquel buen hombre no se lo pensó dos veces, mandó a su hija que se pusiera a indagar cuanto antes y él mismo empezó a llamar y llamar. Unos minutos más tarde, tras hacernos unas fotos nos despedimos y por la noche me llegó un mensaje.
“Marco de la O, ‘El Chapo’, ha accedido a recibirte. Dice que cuando llegues a Ciudad de México le llames.”
De Durango a Mazatlán
Para ir de Durango a Mazatlán tendríamos que cruzar Sierra Madre y llegar hasta la costa del Océano Pacífico. En cuanto a la ruta a seguir, sabíamos que podíamos elegir entre dos alternativas a priori igual de atractivas. La carretera de pago que pasa por 115 puentes y 60 túneles, o la libre y que pasa por ‘El Espinazo del Diablo’. Esta última es una carretera de montaña, en principio peligrosa y conocida por sus curvas cerradas. Debe su nombre a que algunos locales aseguran haber visto en su punto más alto al mismísimo diablo.
Nosotros optamos por la carretera de pago. Tan sólo consta de un carril de ida y otro de vuelta y el asfalto no está precisamente en buen estado. Además, los camiones de gran tonelaje toman esta ruta y aprovechan continuamente los desniveles para coger carrerilla en la bajada y así tomar mejor las subidas. Cuando eso pasaba, si nos pillaba en medio, nos disparaban ráfagas de luz y nos pitaban con sus atronadoras bocinas, riñéndonos para que nos apartásemos de su camino. Pasábamos algo de miedo, ya que con el sidecar tampoco convenía correr mucho más, de lo contrario nos veíamos cruzando a gran velocidad tramos de carretera agujereada e insegura. Tras más de dos horas de conducción, el sidecar empezó a inclinarse de forma preocupante hacia la izquierda y el manillar empezó a temblar. Habíamos pinchado. Era de noche y de nuevo las imágenes de la serie El Chapo vinieron a mi mente. Debía conocer a Marco de La O, el actor principal y compartir con él mis miedos. Seguro que nos acabaríamos riendo juntos.
Vinieron a buscarnos unos motoristas del pueblo de al lado. Estaban dispuestos a reparar la rueda allí mismo, pero no pudieron hacer nada, pues la cámara estaba dañada. Tenían que traer una nueva desde Durango y necesitaron un par de días. Cuando la montaron, no quedó bien y tardamos algunas horas para ajustarla. Al final estuvimos en el pueblo de El Salto casi una semana.
El mecánico local y su familia nos aconsejaron olvidar la carretera de pago y tomar la ruta a priori más complicada pero más atractiva para llegar a Mazatlán, El Espinazo del Diablo. Los que creían que La Cola Del Dragón era un reto, deberían venir aquí. Más de 200 kilómetros y el 90 por ciento de sus más de tres mil curvas eran de primera y segunda velocidad. Estábamos en plena Sierra Madre Occidental y en algunos puntos llegamos a estar a más de 2000 metros sobre el nivel del mar.
Lo más común era tener precipicios a un lado y paredes con amenaza a desprendimientos al otro, aunque también nos vimos rodando con precipicios a los dos lados. De tanto en tanto, algunos coches venían de frente tratando de trazar mejor sus curvas y atajar así unos metros. Instante en que, con cara de pánico, nos daba tiempo de mirar a los temerarios conductores a los ojos. Por suerte, en el último segundo, daban un volantazo y volvían a su carril. Después, les insultaba y tocaba el claxon de la Yamaha al mismo tiempo en señal de venganza. Por último, con Liliana, sin mirarnos y sin necesidad de decirnos nada, nos retorcíamos de miedo pensando en lo que podría haber pasado si no hubieran reaccionado a tiempo.
Según nos contaron, aquí se corre la Caín Road Race, para algunos la carrera más peligrosa del mundo. Se trata de recorrer casi 80 kms del Espinazo del Diablo a tumba abierta. El TT de la Isla de Man a la mejicana. Más amateur, con menos medios y menos medidas de seguridad. Circulan algunos vídeos por Internet, en fin, adrenalina pura y no apta para todos los públicos. ¿Dónde está Guy Martin cuándo más se le necesita?
El Moto Club Séptimo Infierno de Mazatlán
Llegamos a Mazatlán casi de noche, pero contentos por lo que acabábamos de vivir. Bajé de la moto con brazos y hombros sudando lactato. Estábamos frente a la sede del Moto Club Séptimo Infierno, nuestros nuevos anfitriones. Se trataba de una zona de casas bajas y de aspecto más viejo que antiguo, con algunas fábricas cerca. Las calles estaban mal asfaltadas o por asfaltar. Los perros salvajes urbanos se movían en pequeñas manadas. Llamamos por teléfono y en unos minutos vino a abrirnos uno de los miembros.
El interior del local parecía diseñado por un grupo de adolescentes que se habían unido para escapar de casa y ahora vivir juntos. Tenían diana, billar, futbolín, equipo de música, televisión, dos camas para invitados, una habitación privada cerrada con llave y al fondo, en un patio interior, un perro de raza pitbull. Lo habían rescatado de la calle y ahora lo tenían allí como mascota y vigilante del Club. Era musculoso, negro y de pelo brillante.
El único problema fue que por las noches sabía que Liliana y yo nos quedábamos a dormir. Entonces empezaba a aullar, ladrar y llorar todo al mismo tiempo, hasta que lo hacíamos pasar y lo poníamos a dormir a nuestro lado. Yo, que siempre sostenía que si algún día tuviese alguna mascota nunca le dejaría entrar al dormitorio, tuve que acceder a dormir con aquel pitbull rescatado de la calle, a los pies de nuestra cama y durante casi una semana. Por no hablar de la extraña costumbre que había adquirido de desaparecer cada mañana y esconderse en el rellano de la escalera del vecino, donde defecaba sin piedad. Si era yo el que iba a buscarle, me gruñía con cara de pocos amigos, advirtiéndome que no le molestase sino quería verme en problemas. Si era Liliana, accedía a entrar en casa y se comportaba como un gatito. Maldita bestia infernal.
Afortunadamente, aquellos días en Mazatlán estaban de Carnaval, el segundo más importante del mundo. Las calles estaban decoradas para la ocasión, había orquestas por todas partes, chiringuitos de comida en cada esquina y en el malecón vimos en primera fila el desfile de carruajes y bandas de música. Fue la mejor manera de llegar a la costa del Océano Pacífico, una celebración en toda regla.
Las Islas Marías
Una noche, cenando con los miembros del Moto Club donde nos alojábamos nos contaron que un poco más al sur, frente al pueblo de San Blas, se encuentran las llamadas Islas Marías. En su día fueron un presidio, pero ahora las estaban preparando para convertirlas en una especie de atracción turística y parque natural todo al mismo tiempo. Desde siempre me han atraído las historias de fugas de cárceles. He visto películas y documentales, y he leído todo tipo de libros de presos llevando a cabo sus retorcidos planes de fuga. Me parecen historias fascinantes, así que cuando nos empezaron a contar me quedé boquiabierto. Al llegar a nuestra habitación, ante la mirada del pitbull encendí el ordenador y me puse a indagar.
Las Islas Marías se encuentran a unos 100 kms de la costa. Constituyen un archipiélago de cuatro islas: San Juanito, María Cleofas, María Magdalena y la mayor María Madre. En esta última es donde hubo una cárcel desde 1905 a 2019. De hecho, la cárcel es la isla en sí misma y en los últimos años, una parte de los reclusos llegó a vivir en una especie de comunidad con forma de pueblo. En las casas vivían presos con sus familias y estaban obligados a trabajar en salinas, granjas y otros trabajos por muy poco dinero y en duras y largas jornadas. Por otro lado, tenían hospital, escuelas, biblioteca, calles pavimentadas, puerto, un pequeño aeropuerto y hasta un videoclub. En la isla había diez comunidades y en algunas de ellas llegaron a vivir más de 500 personas.
Al parecer no siempre fue así y durante casi toda su historia, ser condenado a las Islas Marías equivalía a desaparecer del mapa. Era muy difícil volver de allí con vida. Las condiciones de los presos fueron infrahumanas y eran sometidos a trabajos forzados hasta no poder más. El archipiélago está demasiado lejos de la costa de México como para llegar allí fácilmente, y dicen que sus aguas están atestadas de tiburones.
Una noche me quedé sólo en un bar tratando de cerrar uno de mis artículos. Me decidí a preguntarle al camarero si conocía alguien que me pudiera contar algo que no saliera en Internet. Lo cierto es que lo que venía buscando era dar con alguien que me explicase cómo escapó de allí. Enseguida salió un tipo de la cocina. Era alto y enjuto, de piel, mirada y dentadura castigadas. Su voz era ronca y enseguida se ofreció a llevarme con un señor que decía que él sí se había fugado de las Islas Marías.
-Está en un barrio apartado -dijo con voz de fumador de Ducados-. Es un señor pobre. Tú tranquilo que si vienes conmigo no te va a pasar nada. También conozco unos que se escaparon de la cárcel de Mazatlán haciendo un túnel y otros a los que hace poco les pillaron en un barco con muchos kilos de cocaína. Te puedo llevar a todos los que quieras.
Al principio me mostré dispuesto a ir con él, incluso quedamos para el día siguiente, pero poco a poco empecé a sentir miedo, aún no sé de qué. Por la noche volví al hotel, vi a Liliana, no le conté nada, la abracé y decidí no ponerme en riesgo. Quién sabe, tal vez habría obtenido una buena historia o tal vez no, pero aquel tipo nunca me dio la sensación de confianza suficiente como para ir con él a un mal barrio. Unos días más tarde llegamos a San Blas y allí encontré quien sí me dio confianza y gracias a él obtuve más de una historia que despertó aún más mi curiosidad.
San Blas
San Blas es un pueblo básicamente de pescadores y que también depende del turismo. Se dio a conocer a gran escala a partir de la canción del grupo de rock Maná: ‘En el muelle de San Blas’. La conocida canción habla de una mujer que fue a despedir a su amado cuando éste salió a pescar y jamás regresó. Una tormenta hundió el barco en el que iba.
Una tarde, tras hacer varias llamadas al ayuntamiento de San Blas con intención de conseguir información interesante sobre las Islas Marías, me citaron en la biblioteca municipal. Me atendió la cronista del pueblo, una mujer de mediana edad que contestaba a mis preguntas consultando Google con el teléfono móvil. Yo quería algo diferente a lo que pudiera encontrar por mí mismo en Internet. Me contó que en el ayuntamiento no existía ningún tipo de archivo oficial con información útil o con fotos clasificadas. Justo en el momento en que totalmente decepcionado salía por la puerta, uno de los trabajadores me llamó.
-Amigo, si usted quiere encontrar otro tipo de información de Islas Marías, debería investigar por sí mismo. Puede empezar por ir a la ‘U’. Es la zona del puerto donde llegan los pequeños pescadores, ellos sí le podrán contar las historias que usted anda buscando.
Llegué al puerto y me dirigí a un chico que, subido a una motocicleta, miraba como trabajaban unos pescadores. Cuando le conté a lo que había venido, me invitó a seguirle. Me llevó hasta el Fuerte de San Blas, una antigua construcción situada en la parte más alta del pueblo. Al parecer allí no estaba quién buscaba. Después me llevó a una casa donde sí dimos con la persona adecuada. Se trataba de Don Guillermo, un señor alto, corpulento, con camisa roja y gafas antiguas. Me recordó a Anthony Queen. No me invitó a sentarme y a quedarme con él, me citó al día siguiente en el Fuerte. Antes de irme, me aconsejó ir a ver a otro vecino, un pescador que sí iba de manera frecuente a las islas. Fuimos a verlo y también se ofreció a venir, pero al día siguiente tan solo Don Guillermo acudió a la cita.
Eran las 11 de la mañana. Hacía calor. Don Guillermo acudía cada mañana a la zona del fuerte para instalarse y atender a curiosos. Sobre una mesa antigua, exponía fotografías de su juventud y algunas curiosidades como antiguos recortes de prensa enmarcados.
-Si quieres, te puedo contar primero la historia de la mujer del Muelle de San Blas -dijo Don Guillermo tras darnos la bienvenida e invitarnos a sentarnos junto a él en un banco. Desde allí, podíamos ver prácticamente toda la bahía. Asentí y él empezó. -Su nombre real era Rebeca. Se había prometido muy joven con un chico y pocos días antes de la boda el chico salió a pescar y no volvió. La mujer pasó mucho tiempo deambulando por el pueblo, totalmente triste y vestida de novia. Con el tiempo rehízo su vida y tuvo dos hijos. Una noche vino Maná a un concierto y apareció Rebeca. Le pidieron al grupo que le dedicase una canción y poco después compusieron el tema: En el muelle de San Blas.
Guillermo nos contó que él mismo conoció a Rebeca en persona. Me encantó que en ningún momento se refiriera a ella como La Loca del Muelle de San Blas. Siempre la llamó por su nombre. También había conocido a sus hijos y hasta el cantante de Maná. De hecho, me contó que conocía al presidente del gobierno de Méjico, quien se había encargado personalmente de facilitarle una pensión mensual de por vida. Por Internet circulan más versiones sobre Rebeca, pero Liliana y yo preferimos quedarnos con la que nos contó Guillermo en primera persona.
Sobre las Islas Marías me dijo que de joven había ido allí un par de veces para rodar una película. El caso es que Guillermo era un artista de pies a cabeza. No me pudo contar las historias de fugas que yo venía buscando, pero sí que efectivamente en pocas semanas las islas se abrirían al público y los turistas podrían pasear por allí sin mayor problema. Actualmente tenían trato de zona restringida, bajo control militar y tan solo era permitido el acceso para los trabajadores habituales. Tras esta información y el encuentro de Mazatlán unos días antes, empecé a pensar que, si realmente quería averiguar algo sobre las Islas Marías, lo mejor sería volver en un futuro a San Blas y quedarme allí por un mínimo de tres meses para entrevistar a quién fuera necesario hasta dar con lo que quería encontrar. Así penetró en mi mente la idea de volver a San Blas.
Quería investigar y dar con alguien que me narrase su fuga de Islas Marías y poder escribir un libro sobre su historia. Ya no me contentaba con contemplar y admirar las Islas tan solo desde una posición de observador, ahora quería más. Algunos viajeros somos víctimas de nuestro propio romanticismo. Da igual que sea una foto, un video, un libro o una simple historia que alguien nos cuente. De repente sentimos que no alcanzaremos la paz interior hasta que no logremos satisfacer esa nueva curiosidad. Tal vez ese sea uno de los motivos que nos llevan a viajar a cualquier precio. En mi caso me prometí volver, pero esa será otra historia.
Antes de dejar San Blas, generé un nuevo problema en la moto. Decidí cambiar un tornillo del guardabarros por otro que fuera de mayor calidad, pero éste resultó ser demasiado largo y para cuando llegamos a la ciudad de Guadalajara, me di cuenta que había dañado el neumático trasero. Se estaba rajando y había que cambiarlo cuanto antes.
Guadalajara y la llegada a Ciudad de México
El paisaje de la carretera a Guadalajara poco tenía que ver con lo que habíamos visto hasta entonces. Ahora era seco. Pasamos junto a plantaciones de agave tequilana, la planta a partir de la cual se elabora el tequila. De pronto la carretera empezó a descender. El aire era cada vez más espeso y más caliente, se notaba que estábamos llegando a una gran ciudad. Atrás quedaban los grandes troncos rodeados de gruesas enredaderas que habíamos visto en las playas de San Blas.
En Guadalajara, fuimos recibidos por Lupita y Mari Carmen, dos veteranas moteras que nos alojaron en su casa. Nos llevaron a conocer el lago Chapala, donde había otra isla y donde también en su día hubo un presidio, pero ésta era mucho más pequeña y su historia iba a ser muy diferente. Se trata de la Isla de Mezcala, el único territorio que los españoles no pudieron conquistar. Los autóctonos se hicieron fuertes en una serie de batallas que duraron cuatro largos años. Finalmente, los españoles aceptaron las condiciones de paz impuestas por los guerreros de Mezcala. Sin duda fue una visita muy interesante. Además, fuimos llevados hasta la isla en una pequeña barca y nos atendió un guía local que respondió a nuestras curiosidades con todo detalle.
Pasamos unos días extraordinarios con Lupita en Guadalajara, donde nos contó historias de lo más variopintas. En una ocasión, mientras colaboraba con Green Peace, la habían echado a balazos de unas fábricas que vertían desechos en el lago Chapala. Se había roto las dos clavículas jugando a fútbol americano entre amigos en un jardín. Pero lo que más me llamó la atención fue cuando me dijo que ella habría votado al Chapo Guzmán en unas elecciones. Afirmaba sin tapujos que hubo un presidente, que por querer ganarse el favor de los votantes acabó con los narcos más importantes y eso fue lo que llevó a México al caos actual.
En cuanto cayeron los cabecillas más poderosos, pequeños grupos empezaron a intentar tomar el control y a luchar entre ellos. De ahí las temidas balaceras, los continuos intercambios de disparos que había visto en la serie El Chapo antes de venir a México. Además de algún modo, podía constatar personalmente que ese tipo de violencia existía, pues durante la ruta nos seguíamos cruzando con caravanas de rancheras llenas de policías armados con grandes metralletas. ¿A dónde iban? Otra vez las imágenes de la serie venían a mi mente. Debía encontrar a Marco de La O cuanto antes y aliviar mis pensamientos. De hecho, después de dejar Guadalajara y ya en dirección hacia Ciudad de México, paramos en Morelia, una pequeña ciudad en el estado de Michoacán y allí tuve ocasión de tomar un par de cervezas con un policía. Me siguió confirmando lo que los demás me contaban y lo que yo tenía en mente.
-Vosotros no tenéis nada que temer. Eso son asuntos entre ellos. A nosotros nos avisan, a veces con tiempo a veces, no. Yo ya he estado en dos balaceras -me dijo-. Eso sí es adrenalina pura. He visto gente que antes de llegar parecen muy valientes, pero después, cuando todo acaba no pueden parar de llorar. Quédate tranquilo y procura no conducir de noche. Además, hasta la fecha ningún motorista ha sido atacado por ellos.
Preferí aferrarme a esta idea, pero en cuanto llegamos a CDMX contacté con Marco de La O. Nos citó en su restaurante. Marco era alguien especial, atractivo y con mucho don de gentes. Pasamos una agradable comida donde, le confesé el porqué del encuentro. Acabamos riéndonos de los miedos y paranoias de unos y de otros. Tras dos botellas de vino, surgieron ideas de proyectos juntos. Nos despedimos abrazándonos. Definitivamente, había conseguido lo que necesitaba. A partir de ahora sabía que mis sensaciones al moverme por México serían totalmente diferentes.
La Ruta
Piedras Negras. Coahuila de Zaragoza, México
Monclova, Coahuila de Zaragoza, México
Cuatrociénegas, Coahuila de Zaragoza, México
Torreón, Coahuila de Zaragoza, México
Durango, México
El Salto, Durango, México
Mazatlán, Sinaloa, México
Ruiz, Nayarit, México
San Blas, Nayarit, México
Guadalajara, Jalisco, México
Ciudad de México, Cd. de México, México
Total: 2170 kilómetros en 2 meses
ALGUNOS DATOS
Modelo de moto: Yamaha Road Star 1600
Año: 2001
Coste: 4.500 dólares.
Equipamiento: Chaquetas Garibaldi Heritage.
Pantalones y guantes: Outletmoto Barcelona.
Cascos: Givi y LS2.
Fecha de inicio del viaje: 5 de diciembre del 2021.
Fecha prevista de finalización: Desconocida.
Lugar de inicio del viaje: Fulton, Estado de Nueva York.
Lugar de finalización del viaje: Desconocido.
Sponsors: Venta de libros y colaboraciones en Solo Moto.
Tomado de solomoto.es