Avatar hechizó a México en plena Noche de Brujas
Fotografías: Yussel Barrera
El 31 de octubre de 2025, Noche de Brujas, el Pepsi Center WTC se convirtió en un coliseo embrujado, donde el olor a pintura facial fresca se mezclaba con el pulso acelerado de una multitud que parecía haber brotado de las grietas del asfalto capitalino. Desde tempranas horas de la tarde, las filas serpenteaban alrededor del venue como venas hinchadas, repletas de figuras que desafiaban la realidad: rostros cubiertos de calaveras con colmillos exagerados, bufones con cuernos retorcidos saliendo de las sienes, y siluetas envueltas en cuero negro que ondeaban banderas con el emblema de un payaso coronado. Esta no era solo una noche de conciertos; era el Día de Muertos chocando de frente con Halloween, y Avatar, esa máquina sueca de metal teatral nacida en las afueras industriales de Gotemburgo en 2001, llegaba para presidir el sacrificio. Lo que empezó como un puñado de jóvenes experimentando con death melódico crudo en Thoughts of No Tomorrow –su debut de 2006, un torbellino de riffs afilados y blasts que evocaban a In Flames en sus días más salvajes– había mutado en este freak show global, con Johannes Eckerström como el eje: un frontman que no canta, sino que exorciza, usando su voz como un gancho que arrastra almas al borde del abismo.


La invasión comenzó pasadas las seis, con grupos enteros de fans –muchos con el delineado blanco y negro exacto del Clown, inspirado en el maquillaje que Johannes perfeccionó para Hail the Apocalypse en 2014, ese disco que los catapultó de clubes sudados a escenarios masivos– empujando contra las barreras de seguridad. Los peatones ajenos al ritual pasaban de largo, lanzando miradas de desconcierto a esa marea de caras pintadas o elementos que aludian el escudo de Avatar Country de 2018, o el diablo danzante de su anterior Dance Devil Dance. Para los Citizens –así se autodenominan los devotos, una tribu que crece en México desde que llenaron el Circo Volador el año pasado, dando un salto cuántico a los 8,000 que caben en el Pepsi, su arena más grande en Latinoamérica hasta la fecha.

Pasadas las siete, las compuertas cedieron, y el enjambre se derramó al interior: el eco de botas pesadas sobre el concreto, el flash de celulares capturando el merch stand donde vinilos del nuevo álbum –lanzado ese mismo día, un laberinto de once tracks, se agotaban antes de que el humo de las máquinas empezara a filtrarse. El calor ya picaba la piel, un presagio de la tormenta que vendría. Para calentar motores, subieron Ladrones, la banda local que inyecta veneno al metalcore con raíces en el regional mexicano –lo llaman “metal tumbado”, un híbrido donde los screams se entretejen con requintos de guitarra que suenan a duelo en cantina. Su set fue un puñetazo corto pero certero: breakdowns que hacían tambalear el piso, y un cover de “Desvelado” que transformó el bolero eterno en un lamento gutural, con trompetas desafinadas por el overdrive y un público que, por un momento, olvidó sus disfraces para gritar estrofas como si fueran letras de un himno de guerra. Fue el gancho perfecto, un recordatorio de cómo el metal en México siempre ha sido mestizo, crudo, con el polvo de las calles pegado a las suelas.

Minutos antes de las 9:00 p.m. truenos grabados retumbaron desde los stacks, un estruendo que vibró en los dientes y erizó los vellos de la nuca, mientras el escenario –bañado en un azul espectral que recordaba las portadas de Black Waltz– se hundía en oscuridad total. Un latido de silencio, roto por un flash colectivo de flashes, y entonces: el estallido. Luces estroboscópicas como cuchilladas blancas, y Avatar se materializó en el caos –Jonas “Kungen” Jarlsby y Tim Öhrström en las guitarras, flanqueando como centinelas con riffs que cortaban el aire como sierras; Henrik Sandelin en el bajo, un pulso subterráneo que hacía temblar el pecho; John Alfredsson en la batería, martillando como un herrero endemoniado. Al frente, Eckerström: envuelto con una capa que le hacía parecer la misma muerte, que a su vez cubría si típico traje en cuero negro ceñido, guantes que subían hasta los codos como armadura de gladiador, y ese rostro pintado que no es máscara, sino declaración de guerra –blanco hueso, ojos hundidos en negro carbón, labios rojos como una herida abierta. No caminó; irrumpió, plantándose en el centro como si el escenario fuera su trono usurpado.

El inicio fue un golpe directo al hígado con “Captain Goat”, el súper hit de su nuevo disco, un estreno que México reclamó como propio en ese instante: un groove pesado que trepaba como raíces vivas, con growls de Eckerström que bajaban al registro de Ozzy en sus peores pesadillas, inspirados en confesiones suyas sobre bajar la voz para “tocar lo que duele de verdad”. El pit se abrió en un vórtice –cuerpos chocando en oleadas, un mar de cuernos curvados y botas que pateaban el aire–, mientras él rugía en español: “¡Buenas noches!”, un saludo que desató un bramido que hizo crujir las vigas. Pasó a “Silence in the Age of Apes”, un clásico de Feathers & Flesh donde los solos se enredan como plumas chamuscadas, y la multitud respondía con headbangs que sincronizaban como un enjambre. “The Eagle Has Landed” siguió, con breakdowns que invitaban a walls of death primitivos, y Eckerström ya corría de ala en ala, brazos extendidos como alas rotas, pinchando el aire para que el público saltara más alto, más feroz.

El ritmo se quebró para un respiro teatral: Eckerström se esfumó tras el telón, reapareciendo con un abrigo rojo que caía como sangre coagulada hasta las rodillas, un sombrero negro de copa alta que lo elevaba como un predicador del averno, y un bastón que golpeaba el piso. “In the Airwaves” y “Bloody Angel” ganaron en dramatismo, los riffs flotando como ondas tóxicas, mientras él bromeaba desde el borde: “¿Alguno por allá abajo necesita un respiro, o seguimos rompiendo cuellos?”. La risa colectiva fue un trueno bajo, un alivio en la brutalidad, recordando cómo esta banda, que el baterista Alfredsson formó hace más de 20 años, siempre equilibra el filo con un guiño humano.

Vinieron “Death & Glitz”, “Blod”, y “Colossus”, pero el verdadero quiebre llegó en “Howling at the Waves”. Las luces se atenuaron a un púrpura mortecino, el pit se congeló en un silencio que pesaba como plomo, y sus dedos, aún enguantados, arrancaron notas que se clavaban en el pecho: una balada desollada, con letras sobre memorias enterradas que emergen como raíces podridas. La respuesta fue un bosque de celulares alzados, pantallas parpadeando en blanco suave, meciendo de lado a lado como linternas en una vigilia y algunas lágrimas brillando en rostros pintados. Luego, Eckerström gritando: “¡Esta noche arranca el tour”.


“Tower” siguió en teclas solitarias, un relicto de su debut que contrastaba con la grandiosidad actual, y la transición a “Glory to Our King” trajo de vuelta el bastón como batuta, dirigiendo coros que llenaban el venue como un himno de estadio pagano. “Legend of the King” coronó esa sección, con Eckerström en su abrigo escarlata blandiendo el cetro como un rey loco, incitando: “¿Quieren ir más rápido? ¡Sigan mi ritmo, o quédense atrás!”.
“Let It Burn” fue el incendio: riffs incendiarios que hacían oler a ozono quemado, el pit un remolino de extremidades y gritos ahogados. “The Dirt I’m Buried In” cavó hondo, un groove sucio de Dance Devil Dance que enterraba al oyente en su propio lodo emocional, y el cierre del set principal llegó con “Tonight We Must Be Warriors”, otro estreno del LP –cuatro tracks del nuevo en total, un tercio del disco inyectado en vivo por primera vez–, donde Eckerström bajó el registro para un growl que vibraba en las tripas.

El encore fue la resurrección: “Dance Devil Dance” con su sway hipnótico, donde la horda se mecía como posesos; “Smells Like a Freakshow” oliendo a sudor y confeti, y el martillazo final en “Hail the Apocalypse”, la que tal vez es la canción más pesada del repertorio de los suecos.
Cuando las luces volvieron a encenderse, el Pepsi era un campo minado de botellas pisoteadas y chaquetas abandonadas, fans saliendo con los ojos vidriosos, el maquillaje corrido como mapas de batallas ganadas. Avatar no solo tocó; desenterró algo primal, un metal que Eckerström siempre ha visto como puente, no barrera. En México, donde su ascenso ha sido meteórico, esta fue la confirmación: el Clown y su corte han encontrado su panteón y tal vez, estamos ante una banda que será GIGANTE.


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