Moto del día: Derbi GPR 50 Racing
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Hablar de la Derbi GPR 50 Racing de 2004 es volver a esa época en la que cumplir 15 años era sinónimo de obsesionarse con dos cosas: el examen del A1… y encontrar una excusa creíble para convencer a tus padres de que “una 50 deportiva es totalmente segura”. A día de hoy suena casi a chiste, pero aquella Derbi no era una moto cualquiera: era la moto con la que soñabas cuando querías sentirte piloto sin pasar de 45 km/h en llano “de serie”.
La generación de 2004 llegó en un momento en el que las deportivas de 50 estaban en plena guerra fría. Aprilia tenía la RS50 afinada, Rieju defendía la RS2 como podía y las marcas chinas empezaban a asomar la cabeza. Derbi respondió como solo Derbi sabía hacerlo: con un diseño radical, un chasis serio y componentes dignos de una moto mayor. No era un scooter vestido de carreras; era una moto de verdad, aunque llevara un sencillo 50 cc de dos tiempos.
Un detalle que llamaba mucho la atención era la estética. Acuñada en Sant Adrià, pero con aires de “paddock”, la GPR se veía afilada, baja y agresiva. El doble faro, el carenado estrecho y la parte trasera mínima la emparentaban más con una 125 GP que con cualquier ciclomotor de la época. Y ojo al detalle que todos recordamos: el basculante de aluminio, de verdad, con sus soldaduras a la vista, una rareza absoluta en un ciclomotor “de calle”. Era un guiño descarado al mundo de la competición… y un argumento de peso a la hora de fardar delante del instituto.
El motor, como siempre en este segmento, era un Derbi Euro2 refrigerado por líquido, sencillo pero voluntarioso y con nada menos que 8 CV entre 9.000 y 10.000 revoluciones. Si lo dejabas de serie, cumplía. Si no… bueno, todos sabemos lo que hacían muchos propietarios nada más pasar el rodaje: escape, carburador, desarrollos, la eterna lucha contra la ley de la gravedad y los 45 km/h. Pero incluso en configuración estrictamente legal, la GPR ya transmitía sensaciones. Vibraba, sonaba, pedía cambios constantes. Era una escuela de conducción en miniatura, de esas que te obligaban a anticipar, reducir, estirar marchas y entender cómo funciona un motor de dos tiempos.
Pero donde se notaba el salto frente a muchas rivales era en la parte ciclo. La horquilla invertida Paioli, el disco delantero generoso y la geometría muy cerrada hacían que la moto se moviera con una agilidad tremenda. En carreteras reviradas era pura diversión, casi una bicicleta con esteroides. Y, sobre todo, era estable, algo que no siempre podían decir otras 50 “deportivas” que iban vestidas para impresionar, pero no para frenar fuerte o tumbar sin miedo.
En España la GPR 50 tuvo bastante presencia. Era habitual verla frente a los institutos, en parkings de centros comerciales o subiendo puertos los fines de semana. Representaba algo más que movilidad: era identidad, una puerta de entrada al mundo del motor, un primer escalón para muchos que luego saltaron a 125, 600 o incluso a circuito.
Hoy, vista con la perspectiva del tiempo, la GPR de 2004 tiene ese encanto de las motos que no pretendían ser “fáciles”, sino emocionantes. Tenía defectos, claro —posición algo radical, motor que pedía cariño, mantenimiento de dos tiempos—, pero todo eso formaba parte del trato. Y por eso mismo conserva un lugar especial en la memoria de quienes la vivieron.
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