Hace 50 años un hombre ganó el Dakar americano con su perro como copiloto. Hoy es recordado como un mito de las motos
En el desierto californiano de los años ’60 y ’70 había motos, polvo, gasolina y una leyenda de cuatro patas llamada Kookie. Un perro mestizo que acabó disputando más de 300 carreras sobre el depósito de la moto de su dueño, John McCown.
Y no hablamos de exhibiciones: eran pruebas reales, en las que la extraña pareja cruzaba dunas y rocas compitiendo contra pilotos de carne y hueso.
Este perro era capaz de estabilizarse sobre la moto al compás de su dueño
John y Kookie se convirtieron en inseparables. El piloto improvisó una pequeña alfombra sobre el tanque de la moto, y allí se acomodaba el animal antes de salir a cada carrera.
Lo increíble de esta historia es que Kookie no solo iba de paquete: aprendió a reaccionar al terreno. Si el trazado se volvía blando, se ponía en pie; si se acercaban baches, echaba el cuerpo atrás. McCown llegó a decir que, en más de una ocasión, el perro le avisaba antes de que él mismo sintiera el cambio de superficie.
El carisma de Kookie traspasó las fronteras del motocross de desierto. Apareció en el documental de culto ‘On Any Sunday’ y fue retratado en revistas especializadas, hasta convertirse en un icono. En una época donde los pilotos eran pioneros de la aventura off-road, ver a un perro compitiendo como copiloto realzaba la imagen de libertad y camaradería que definía a aquel mundo.

Pero, ¿qué sentido tenía arriesgar así? Es la pregunta que muchos se hacían (y hacen). Muchos lo veían como una locura. John lo justificaba con una mezcla de pasión y necesidad. En los setenta las carreras de desierto eran duras, y él quería a su compañero a su lado, sin dejarlo en casa. Kookie no era un truco publicitario, era parte de la familia, y en cierto modo, parte de la moto. Ambos se adaptaron al peligro como algo natural.
El legado de Kookie sigue vivo. En 2021, él y McCown fueron incluidos en el Hot Shoe Hall of Fame, homenajeando no solo sus resultados en pista, sino también esa imagen imposible: un perro con las orejas al viento, encaramado a una moto de carreras, atravesando aullidos de motor y polvo del desierto. Incluso existe un libro infantil que narra su historia, prueba de que su mito ha pasado a varias generaciones.

Hoy, en una época donde las carreras se miden por telemetría y reglamentos, cuesta imaginar algo tan espontáneo como un perro convertido en copiloto de facto. Pero Kookie existió, corrió y ganó su lugar en la historia del motociclismo. Un recordatorio de que, a veces, las leyendas nacen de la complicidad más simple: la de un hombre, su moto y un perro que decidió que el desierto también era suyo.
Imágenes | McCown
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