Moto del día: Yamaha TZR 50 (2003)
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La Yamaha TZR 50 es una moto muy conocida por todos los aficionados. Es un modelo con el que muchos soñaron cuando eran chavales y no sin razón, pues su aspecto era de auténtica “moto grande”. La primera generación compartía muchas cosas con la versión de 75 centímetros cúbicos, pero la segunda entrega de la moto se quedó en solitario, aunque mantuvo esa imagen de “algo más que una 50” que tanto gustaba.
Con líneas más tensas y un aire claramente derivado de la estética R-series de Yamaha, la TZR 50 era, posiblemente, la rival más dura para la Aprilia RS 50, la referencia en el mundillo de los ciclomotores deportivos. La moto era, sin duda, un puente entre la infancia y el mundo de las motos “de verdad”. Un ciclomotor legalmente limitado, sí. Pero con una manera de relacionarte con él que ningún scooter podía replicar.
La fórmula era conocida y eficaz: motor Minarelli AM6, 49 cc, dos tiempos, refrigeración líquida, carburador y seis velocidades. En papeles, la potencia era la clásica cifra absurda que buscaba limitar la normativa –rondaría los 6 o 7 CV–, pero en la vida real importaba menos la cifra que la actitud: era un motor puntiagudo, de los que te obligaban a usar el cambio, estirar marchas, escuchar cómo subía de vueltas y jugar con el embrague como si realmente importara. Porque importaba. Ahí estaba la gracia. No obstante, sin aquellos famosos topes y exprimiendo el motor al máximo, la TZR podía rozar los 100 kilómetros/hora. La revista británica Motorcycles News, en una de sus pruebas, llegó a alcanzar los 96 kilómetros/hora.
El chasis de acero, la horquilla convencional y el monoamortiguador trasero no eran nada exótico, pero funcionaban lo suficientemente bien para que la moto se sintiera seria. Montaba llantas de 17″, freno de disco en ambas ruedas y un carenado muy bien resuelto para ser un ciclomotor. No era “aparentar”, era directamente parecer una 125, solo que a escala reducida. Y eso, en un patio del instituto, era dinamita social.
Lo curioso de la TZR 50 es que llegó tarde para unos y temprano para otros. Los que venían de las míticas deportivas 50 de los 90 la veían como una evolución natural; los más jóvenes la descubrieron cuando el 2T estaba ya en vías de extinción. Por eso, para muchos, fue una especie de última oportunidad: una deportiva ligerísima, afilada, que aún quemaba mezcla y aún tenía esa vibración nerviosa tan característica de los 2T pequeños.
No era perfecta. Su tamaño engañaba –no era tan cómoda para los muy altos–, y si la usabas estrictamente de serie podías tener la sensación de que visualmente prometía más de lo que luego entregaba en aceleración pura. Pero daba igual. La TZR 50 no se compraba por prestaciones absolutas: se compraba por sensaciones, por estética, por empezar a sentir que tenías “una moto” y no “un ciclomotor”. Y en eso, pocas cumplían tan bien.
También tuvo una vida larga: hay registros de fabricación y venta en Europa hasta 2012-2013, lo que significa que convivió con varias generaciones de chavales que la usaron como trampolín hacia el carnet A1. Y dejó poso. Hoy la ves y, aunque todo haya cambiado –emisiones, normativa, filosofía–, sigue siendo una deportiva pura en miniatura. Justo lo que tenía que ser.
Una 50 con marchas que te enseñaba que pilotar es algo activo. Que requiere manos, oído y ganas. La clase práctica perfecta antes de saltar a las cilindradas superiores. Y quizá por eso, ahora que el 2T es patrimonio casi arqueológico, la TZR 50 tiene un encanto especial: fue una de las últimas en recordarnos cómo era aprender a ir rápido… con muy poco.
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