En los 80 Porsche y Renault lo petaron con el turbo en sus coches. Las motos apostaron algo mejor: los motores atmosféricos. Y hasta hoy
El turbo fue la palabra mágica de los años ’80. Lo popularizó la Fórmula 1, lo llevaron a la calle iconos como el Porsche 911 Turbo o el Renault 5 Turbo, y parecía que cualquier vehículo que aspirase a ser innovador debía tenerlo.
Las motos no quisieron quedarse atrás: Honda, Yamaha, Suzuki y Kawasaki se lanzaron a la carrera del turbocompresor. El resultado fue tan breve como fascinante. Pero apostaron por algo mejor; la simpleza.
La fiebre del turbo en moto: una década tan brillante como efímera
Honda abrió fuego en 1982 con la CX500 Turbo, primera moto de producción con inyección electrónica y turbocompresor. Su bicilíndrico en V de 497 cc pasaba de 50 a más de 80 CV, con prestaciones que rozaban los 206 km/h. Un año después llegó la CX650 Turbo, más potente (100 CV) y con mejoras en la respuesta del turbo. Era tecnología de ciencia ficción para la época: encendido digital, suspensión Pro-Link, sistema anti-hundimiento y un despliegue de sensores que parecían más propios de un avión que de una moto.
La competencia no tardó en reaccionar. Yamaha sacó la XJ650 Turbo, futurista en estética pero con un comportamiento irregular. Suzuki probó con la XN85 Turbo, que apenas se distribuyó fuera de Estados Unidos. Y Kawasaki puso la guinda con la GPZ750 Turbo (1983-1985), la más efectiva del lote: 112 CV, 240 km/h de punta y capaz de cubrir el cuarto de milla en menos de 11 segundos.
Pero todos compartían los mismos problemas. El turbo-lag era tan acusado que en bajas revoluciones parecían motos dormidas, para luego explotar en una entrega de potencia súbita y poco dosificable. La complejidad técnica elevaba los costes, el calor generado incomodaba al piloto y la fiabilidad se resentía. A ello se sumaba un peso extra que penalizaba la agilidad, justo en un terreno (la moto) donde el equilibrio y la ligereza lo son todo. Todo.

Por eso, mientras en los coches el turbo seguía su camino hasta asentarse como tecnología común, en las motos la conclusión fue distinta.
Los fabricantes se dieron cuenta de que el motor atmosférico ofrecía justo lo que los usuarios necesitaban: respuesta inmediata, sencillez mecánica, costes asumibles y un carácter más controlable en conducción deportiva y diaria. En resumen, era la solución más eficaz para las dos ruedas.

Los turbos de los ’80 quedaron en precisamente en los ’80 como rarezas de colección, vestigios de una década de excesos tecnológicos y experimentos atrevidos.
Desde entonces, salvo proyectos puntuales como la Suzuki Recursion (2013) o las Kawasaki H2 con compresor (que no turbo, ojo), la moto de calle ha seguido fiel a los motores atmosféricos. Y no por falta de valentía, sino porque la sencillez, en este caso, demostró ser la auténtica revolución.

Todos los motores de moto de los ’80 eran, en esencia, atmosféricos: aspiraban el aire de forma natural. Lo que hicieron Honda, Kawasaki, Yamaha o Suzuki fue añadirles un turbocompresor, un ‘injerto’ que comprimía el aire de admisión para ganar potencia extra.
El problema es que esa sobrealimentación complicaba lo que ya funcionaba bien: más peso, más calor, más coste y una respuesta irregular con mucho retraso hasta que el turbo entraba en acción. Por eso los fabricantes acabaron dejando de lado el experimento y volvieron al motor atmosférico puro, sin añadidos, que resultaba más ligero, fiable y con una entrega de potencia mucho más natural en moto.
Imágenes | Honda,
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Tomado de https://www.motorpasionmoto.com/